EditorialLa Historia Que No Nos Contaron

Un dia como hoy, moría Carlos Gardel

Un día como hoy, pero de 1935, la voz más importante de la historia del Tango se apagaría para siempre.  Eran las tres de la tarde. La noche antes, por radio, se despidió de Colombia cantando Tomo y Obligo.

Sube al avión trimotor Ford matrícula F-31 de la empresa Servicio Aéreo Colombiano (SACO). Viaja con Alfredo Le Pera, su letrista eterno, y sus guitarristas: Guillermo Barbieri (abuelo de Carmen), José María Aguilar y Angel Domingo Riverol. La torre del aeropuerto Olaya Herrera da bandera verde. Destino: Cali. Carretea, pero de pronto su cola rebota en el piso de pasto, el avión se desvía, y se estrella con otro Ford de la empresa Sociedad Colombo Alemana de Transportes Aéreos (Scadta). Se incendian los dos. Mueren carbonizados casi todos los pasajeros. Entre ellos, Gardel, Le Pera, Barbieri, Riverol…

Una solo sobrevive. Se trata de José María Aguilar, compositor y guitarrista de Gardel, herido y con quemaduras graves aun respira. Tiempo despues hizo la narración desgarradora de los últimos instantes del ídolo a bordo del avión que lo llevó a la muerte…

“El 24 de junio almorzamos en un hotel vecino al campo de aviación de Medellín; a las 14 horas estaba anunciada la partida del avión que debía conducirnos, así que terminamos de comer y nos pusimos en camino al campo de aviación. Carlitos, para eludir las efusividades del pueblo colombiano, salió por la puerta trasera del hotel y tomó con Le Pera un coche que lo condujo al aeródromo de la compañía Saco, donde gran cantidad de público se había aglomerado para despedirlo.

Ya dentro del campo de aviación nos dirigimos al costado del avión trimotor F31, donde ya habían sido colocados los equipajes, las guitarras las llevábamos con nosotros.

Cercana ya la hora de la partida, un grupo de niñas de la sociedad de Bogotá rodeaba a Gardel, al que innumerables fotógrafos lo hacían posar en toda forma; mientras varias personas le pedían fotos y autógrafos, otras le obsequiaban flores. Carlitos estaba muy contento y locuaz, aunque por momentos parecía estar muy preocupado.

Gardel era profundamente fatalista y parece que ese día presentía que “algo” le iba a ocurrir, ese “algo” lo tenía preocupado, aunque él a ciencia cierta no podía justificar ni explicar.

Yo se lo hice notar y Carlitos, visiblemente emocionado, me contestó que no era nada, pero era evidente que alguna nube negra embargaba su alma.

— Mira, hermano, yo no sé si me estaré poniendo viejo, pero te juro que me parece que algo grave va a pasar…

— No seas pesimista, Carlitos, ¿qué puede pasar?

Gardel, por toda respuesta, empezó a entonar suavemente “Mi Buenos Aires querido”.

Nuevos abrazos, besos y pañuelos agitándose en amistosa despedida y uno a uno los pasajeros que ya estábamos abordo fuimos sujetados a los asientos con unas correas adaptadas a la cintura del viajero.

Gardel, siempre pesimista, se dejó pasar el cinto refunfuñando y con un gesto de resignación que me impresionó. Cuando me llegó el turno a mí, me negué a que me ataran el cinturón, pretextando que quería tocar la guitarra.

Parece que Dios me iluminó en ese instante y que no estaba escrito que había llegado mi última hora; esa corazonada que tuve al no dejarme atar es la causa de que yo esté ahora charlando con usted.

Carlitos, al ver que yo no quería ser atado, me miró extrañado. Parece que ese “algo” que él sentía le anunciaba la desgracia.

Serían poco más de las 14 cuando el piloto Samper puso en marcha el gran motor central del avión, que comenzó a deslizarse pesadamente sobre la pista del aeródromo; recorrió así unos cien metros sin conseguir despegar y, en vista de ello, el piloto recurrió a los motores laterales y el ronco gemir de los mismos conmovió el avión.

Carlitos aventuró un chiste bien porteño:

— Che, hermano, este avión es un tranvía Lacroze…

Pero el trimotor no levantaba vuelo, estaba demasiado cargado y llevábamos más de tres mil litros de nafta en los tanques. Cien metros más adelante, otro avión de la misma compañía se disponía a levantar vuelo en una ruta cruzada a la nuestra.

Nuevamente Samper movió las palancas del comando y la máquina, esta vez en forma más violenta y rápida, siguió deslizándose por la pista y a medida que avanzaba aumentaba la velocidad sin despegar ni diez centímetros del suelo…

Se oye la voz de Gardel (los gritos que reflejan ya desesperación):

— ¡Oiga, Che, piloto! ¿Dónde nos lleva? ¿Qué le pasa?

Foto Archivo

Pero Samper no oía ni veía nada, al parecer. El F31 seguía avanzando peligrosamente contra el tanque de gasolina. Veinte metros más adelante, el piloto maniobró desesperadamente con el timón de cola, y el pesado avión, cambiando bruscamente de ruta, se apartó de la pista, y con la velocidad de un rayo embistió al otro avión, que con las hélices batiendo rabiosamente el aire se disponía a partir…

El choque fue horroroso, inenarrable; algo así como si cien quintales de dinamita hubiesen explotado simultáneamente. Yo oí un crujido espantoso y fui lanzado contra una de las paredes de la cabina, al tiempo que un torrente de nafta en llamas inundaba el compartimiento de los pasajeros, los que, desvanecidos, formaban un montón con los escombros y las maletas destrozadas.

¡Fue un instante terrible!

Carlitos, que iba sentado en uno de los primeros asientos de la cabina, estaba inmóvil; lo llamé a gritos, pero no respondió. Estoy seguro que el choque le produjo una conmoción cerebral y murió instantáneamente.

El fuego avanzaba envolviendo todo, todo; yo huía entre las llamas para la parte trasera del avión y al llegar a la cola de la máquina con las manos y los codos conseguí romper los cristales de una ventanilla; el traje me ardía completamente y con horror sentí que el cabello se iba chamuscando.

De pronto, en medio de la hoguera que era el interior de la cabina, oí unos gritos desgarradores, y un cuerpo se irguió de entre las llamas convertido en una tea humana. Era el pobre Riverol hecho una brasa.

— Hermano, sálvame… Aguilar, acordate que tengo ocho hijos…

Su horrendo clamor partía el alma y yo, semiasfixiado por la nafta ardiendo, me arranqué el saco y se lo eché sobre la cabeza, tratando de apagar el fuego que lo calcinaba… ¡Pobre Riverol!

Después… Después… No recuerdo bien lo que pasó; las llamas me bloquearon, estaba sumergido hasta las rodillas en un mar de nafta ardiendo. Hice un supremo esfuerzo e implorando a Dios me arrojé por la ventanilla envuelto en llamas y me desmayé.

Cuando recobré el sentido me encontré sobre el pasto a unos treinta metros de la hoguera que formaban los dos aviones incendiados. Lo primero que atiné fue preguntar por Carlitos, por Barbieri, por Riverol y volví a desmayarme….”

Foto Archivo
José María Aguilar (único sobreviviente)

Cuando hicieron la autopsia a Carlos Gardel encontraron que tenía una bala alojada en un pulmón y de ahí nació la historia de que le habían disparado a bordo de la aeronave en que murió. La realidad es que cuando era joven recibió un balazo que no le pudieron extraer. El “Zorzal Criollo” terminaría sepultado en el cementerio de la Chacarita, en Buenos Aires.

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