Apostillas de la Vida Cotidiana
“Cartas que vienen y van”…
Especial @Nuwanda
Antes de que llegara a Buenos Aires, aún cuando vivía en el pueblo en una infancia diferente a la que se vive hoy, incluso allá mismo. Existía en mí, un amor que no todavia vive, aunque mutada sus formas, permanece. Se trata de la radio. El amor y el placer por escuchar radio. Creo que ese fue el génesis, la raíz que fecundó en mí, paralelamente, el amor por el periodismo.
Recuerdo que tenía una pequeña, de color negra que funcionaba con dos pilas doble A, que solía poner bajo la almohada, en unas de tantas esas cosas que heredé y copie de mi padre, para poder escuchar mientras dormía. Pero lo que salía de sus parlantes no era aquello que el resto de los chicos, en aquellos años, normalmente escuchaban, es decir, alguna emisora captada por FM, para luego poder estar al tanto de cuales grupos de música estaban en lo más alto de éste o aquel ranking.
Lejos de eso, mi fascinación se centraba en la Amplitud Modulada. Algo poco usual para un pibe de quince años. Lo cierto es que, para entonces, la radio era como una compañera inseparable (lo es aún). Sobre todo en dos momentos cruciales: para escuchar un partido de Boca y para conciliar el sueño.
En aquel momento me acostaba poco antes de la medianoche para lograr alcanzar a oír un programa de Radio Mitre. Se trataba de una española y un hombre que leían cartas. Cartas y cuentos, historias de cartas, cartas de los oyentes en las cuales estaban contadas cuentos. Tenía, recuerdo, un personaje de nombre Fernandito, con acento español que solía poner cierta cuota de humor.
Marguerite Yourcenar, María Elena Walsh, Flaubert, Eduardo Galeano, Julio Cortázar, Franz Kafka, eran algunos de los nombres que la española y el hombre narraban. Apellidos que conocía, otros que descubría cada noche. La presentación era ya una especie de sinfonía, un juego de palabras exquisitas, de frases que se concatenaban al son de la voz del Nano Serrat.
El tiempo, inescrupuloso e inexorable, continúo un camino que hizo que aquél programa llamado “Cartas que vienen y van” dejase de estar, o quizás yo de escucharlo por mudarme a Capital y encontrar otras rutinas, otros horarios.
Pero como aquél hilo rojo invisible, que sustentan los japoneses, une a dos almas desde el momento cero y por el resto de la humanidad, ese viejo ciclo de radio y yo aún nos debíamos un encuentro más.
Casi dos decenas de años más tarde mi primer gran trabajo en la profesión fue, justamente, en radio. Cierta tarde conversando con, quien entonces ocupada el rol de coordinadora, la charla fue desviando por temas ajenos a lo estrictamente laboral y se bifurcó en situaciones de índoles personales. En ese momento, y acaso no recuerdo el por qué, o quizás porque debía ser así, comente este viejo programa que de joven solía escuchar con ansiedad, para poder conciliar el sueño.
“Se trataba de gente que leía cartas” comencé a resumir (presintiendo que podría aburrir con el relato), “había una española y un hombre” reforcé. Del otro lado, el círculo rojo e invisible, comenzó en silencio a contraerse, a enroscarse sigilosamente en un carretel para acortar las distancias abismales que nos separaban, al unísono que mi interlocutora completaba la frase “Ellos eran Miguel Ángel Solá, Blanca Oteyza, Nora Zinski y Jorge Mayor” y acaso (como suele suceder o eso me suelen decir) mis ojos o mi expresión hablaron mucho más que mis palabras, porque, con sonrisa mediante, y sintiendo como complacencia al unir esos dos extremos imaginariamente unidos, sentenció “debo tener aun todos esos programas archivados en casa, porque formé parte de él”.
El destino jugaba una última carta. Cerraba un círculo que nació en un pequeño pueblo de provincia, de calles sin asfaltar, siestas obligadas y aroma a tierra mojada en cada lluvia. Colocaba una pieza final en ese mini rompecabezas, de otro más grande que conforma nuestra existencia. Completaba un ciclo que desnudaba una trama que estaba escrita ya mucho antes, no importa acaso por quien.
Me ponía frente a la persona que cada noche, apretaba un interruptor para que ese chico soñara con estar haciendo, lo que esa mañana ayuda ahora hacer: generar la magia de la radio.
No sé porque esta noche de aislamiento, social y preventivo numero cincuenta y tantos, llegó a mi cabeza como un recuerdo. Tome mi celular, quien ahora ocupa el lugar de aquella radio negra, y puede acceder a varios fragmentos de ese ciclo radial que marcó parte de mi adolescencia y abrió el camino para ser, en parte, lo que soy. Ya sin distancias por recorrer, con el hilo rojo hecho un ovillo y celosamente resguardado, puedo compartir la introducción de “Cartas que vienen y van…”