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El Día que San Martín tuvo Miedo
En #JotaPosta rendiremos homenaje al Padre de la Patria, desde una perspectiva diferente. Despojados de aquellos mitos irreales con los que la historia, falazmente, intentan pincelar a nuestros héroes intuyendo que eso los enaltecen, cuando en realidad lo que los hace grande no es la falsa existencia de un caballo blanco, sino su rasgos humanos.
Porque San Martín fue, sin dudas, un gran héroe, pero acaso también fue un hombre de carne y hueso.
Por eso, este 17 de Agosto, repasaremos un detalle de su vida que pocas veces (o nunca tal vez) se describe en los manuales de historia: La vez que el General tuvo Miedo.
Corroa el año 1819 y en el país se fueron definiendo claramente dos tendencias políticas: los federales, partidarios de las autonomías provinciales, y los unitarios, partidarios del poder central de Buenos Aires. Estas disputas políticas desembocaron en una larga guerra civil cuyo primer episodio fue la batalla de Cepeda en febrero de 1820, cuando los caudillos federales de Santa Fe, Estanislao López, y de Entre Ríos, Francisco Ramírez, derrocaron al directorio. A partir de entonces, cada provincia se gobernó por su cuenta. La principal beneficiada por la situación fue Buenos Aires, la provincia más rica, que retuvo para sí las rentas de la Aduana y los negocios del puerto.
Desalentado por las luchas internas entre unitarios y federales, San Martín decidió marcharse del país con su hija, quien había estado al cuidado de su abuela. El 10 de febrero de 1824 partió hacia el puerto de El Havre (Francia).
Tenía 45 años y era generalísimo del Perú, capitán general de la República de Chile y general de las Provincias Unidas del Río de la Plata. Luego de un breve período en Escocia, se instalaron en Bruselas y poco después en París.
En tanto en estas costas, para 1829 uno de los estancieros más poderosos de la provincia, Juan Manuel de Rosas, asumió la gobernación de Buenos Aires y ejerció una enorme influencia sobre todo el país.
A partir de entonces y hasta su caída en 1852, retuvo el poder en forma autoritaria, persiguiendo duramente a sus opositores y censurando a la prensa, aunque contando con el apoyo de amplios sectores del pueblo y de las clases altas porteñas.
El 6 de febrero de ese año, San Martin decide regresar al pais y arriba al puerto en el buque “Countess of Chichester” con el apellido materno, Matorras, para pasar de incógnito.
Se había embarcado en Londres, con espíritu alegre, al enterarse de la caída de su enemigo Rivadavia. Pero más lo atraía que fuese su brillante oficial de las campañas libertadoras, Dorrego, insuperable en las cargas de caballería y con quien tenía tanto en común, quien gobernase a Buenos Aires
El 15 de enero al hacer escala en Río de Janeiro supo con preocupación de la revolución unitaria y al llegar a Montevideo en los primeros días del mes siguiente, desolado, se entera del fusilamiento del derrocado gobernador.
José M. Paz, entonces gobernador interino por hallarse Lavalle ocupado en la campaña de exterminio de gauchos y orilleros federales, informa a éste de la presencia del “Rey José”, como llamaban despectivamente al Libertador sus muchos enemigos porteños, burlándose de sus supuestas inclinaciones monárquicas: “Calcule Ud. las consecuencias de una aparición tan repentina”.
“El Pampero” del 12 de febrero, en recuadro que no se atreve a firmar Florencio Varela, lo acusa de cobarde: “Ambigüedades: en esta clase reputamos el arribo inesperado a estas playas del general San Martín, sobre lo que diremos que este general ha venido a su país a los cinco años, pero después de haber sabido que se han hecho las paces con el emperador del Brasil”.
Fue entonces que el General no se decide a desembarcar, porque también nuestros próceres, a pesar de la historia oficial, tienen el humano derecho a sentir miedo.
Sabe que lo van a matar en cuanto ponga un pie en tierra pues nadie ignora que podría ser el nuevo jefe de los federales a favor de la simpatía y admiración que por él sienten los provincianos y el populacho urbano y campesino, es decir aquellos a quienes los poderosos de Buenos Aires temen.
Los de la logia también tienen cuentas pendientes por las reiteradas desobediencias de ese antiguo “venerable” que a partir de 1814 privilegió los intereses de la patria antes que los de la sociedad secreta.
Los rivadavianos, a su vez, no le perdonan haber sido quien, al frente de sus flamantes granaderos, irrumpió en la Plaza de la Victoria para derrocar a don Bernardino y a los demás integrantes del 1er. Triunvirato en lo que puede ser considerado el primer golpe militar contra autoridades legítimamente constituidas.
Sus amigos, entre ellos Tomás Guido, lo visitan a bordo para desagraviarlo: “No haga caso de los arañazos”, le dice, “no faltan quienes defienden a Ud.”. Don José también recibe la inesperada visita de los señores Gelly y Trolé, enviados de Lavalle, cuya situación se ha vuelto muy comprometida por la reacción de las milicias federales al mando se Rosas y por el avance de las vigorosos montoneros de López. Le ofrecen a San Martín hacerse cargo del gobierno de Buenos Aires.
Otra vez nuestra historia oficial se equivoca, o miente en su estrategia de despolitizarlo y jamás mostrarlo en su condición de hombre de ideas y caudillo popular, cuando quiere hacernos creer que la negativa de nuestro prócer máximo se debió a que no quiso inmiscuirse en la sangrienta contienda entre ambos partidos.
Lo sucedido es que lo que se le ofrece es lo que jamás podría aceptar por cuanto sus simpatías están claramente del lado federal. Sus relaciones con los unitarios han sido siempre pésimas y a su falta de apoyo se debió su inevitable renuncia ante el bien surtido Bolívar. Lo que Lavalle le propone, una vez más confundido, es jugar del lado de sus enemigos, junto a la logia, los alvearistas, los rivadavianos. Además a la cabeza del bando que, en ese abril, ya tiene la partida perdida.
La respuesta que San Martín le da a Lavalle, en una nota que entrega a sus emisarios, no puede ser más clara: “Los medios que me han propuesto no me parece tendrán las consecuencias que usted se propone”. A renglón seguido le sugiere rendirse a los de López y Rosas, que son los suyos: “Una sola víctima que pueda economizar al país le será de un consuelo inalterable”.
El 12 parte el “Countess of Chicherster”. A su bordo un hombre con el corazón partido que quizás intuye que jamás regresará a esa patria hostil a la que tanto ama y por la que tanto hizo.
Paso tres meses en Montevideo, luego se radicó en Paris y, finalmente, se trasladó a una habitación alquilada en la ciudad costera de Boulogne-sur-Mer. Allí falleció a la edad de 72 años, a las tres de la tarde del 17 de agosto de 1850 en compañía de su hija, de su yerno y sus nietos.