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El veneno invisible: el atentado con gas sarín en el metro de Tokio

El amanecer de Tokio se pintaba de rutina aquel 20 de marzo de 1995. Oficinistas apresurados, estudiantes somnolientos, el bullicio de una ciudad que nunca se detiene. Pero en las entrañas del metro, en los vagones donde el aire es compartido como un pacto involuntario, el horror viajaba oculto. Un gas sin olor, sin color, pero letal, reptaba entre los cuerpos. Uno a uno, cayeron pasajeros asfixiados, sus ojos ardiendo, sus pulmones traicionados por la sustancia invisible. El caos se desató con gritos, convulsiones, cuerpos inertes. Era el peor ataque químico en la historia de Japón.

Aquel lunes, la secta Verdad Suprema (Aum Shinrikyo), liderada por Shoko Asahara, desplegó su siniestro plan: liberar gas sarín en cinco líneas del metro de Tokio, en plena hora pico. Con paquetes perforados, los seguidores de la secta dejaron escapar el veneno en estaciones clave como Kasumigaseki y Hibiya, cerca de edificios gubernamentales. Trece personas murieron, más de mil resultaron gravemente heridas y el pánico se extendió por la capital japonesa.

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El ataque fue un intento de la secta por desestabilizar el gobierno y consolidar su dominio a través del miedo. Sin embargo, la investigación llevó a la captura de Asahara y otros líderes del grupo. Aum Shinrikyo fue desmantelada y varios de sus miembros fueron condenados a muerte.

El atentado con gas sarín en el metro de Tokio dejó cicatrices imborrables en la memoria de Japón y evidenció los peligros del extremismo. En una ciudad donde la puntualidad y la rutina son sagradas, aquel día el tiempo se detuvo, y con él, la sensación de seguridad que Tokio creía inquebrantable.

Es que no había ocurrido un episodio de esa gravedad en el país desde el fin de la Segunda Guerra. Haruki Murakami publicó el libro Subterráneo, en 1997, que incluye entrevistas a sobrevivientes del ataque; y luego, El lugar prometido, centrado en Verdad Suprema.

Tokio: triste recuerdo a 20 años de los atentados con gas sarín en el metro

En 2018 fue ejecutado en la horca el líder de la secta, Shōkō Asahara, junto a otras seis personas.

Tras ese imborrable 20 de Marzo, los vagones siguieron su curso, las estaciones volvieron a llenarse, la vida en Tokio retomó su marcha. Pero el eco de aquel gas invisible quedó atrapado en la memoria de la ciudad, un espectro que susurra en los pasillos del metro, recordando a cada pasajero que la rutina puede ser interrumpida en cualquier instante. Porque el miedo, como el sarín, no necesita ser visto para dejar su marca eterna.

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