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El fin del mundo se quedó sin su voz: murió el Papa

Roma amaneció gris, como si el cielo también llorara la partida de quien alguna vez, con humildad de barrio y verbo de Evangelio, se presentó al mundo diciendo: “Los cardenales fueron a buscar al obispo de Roma casi al fin del mundo…”.

Jorge Mario Bergoglio, el primer Papa argentino, el primero americano, el primero jesuita, murió dejando una huella imborrable en la historia de la Iglesia y del mundo.
Con su túnica blanca sin bordados, sus zapatos comunes, su sonrisa serena y su lenguaje cercano, Francisco representó a millones que jamás se sintieron parte del mármol vaticano.

Pastor de pobres, voz de migrantes, soñador de puentes. Trabajó incansablemente por el diálogo interreligioso, acercando el catolicismo al judaísmo, al islam, a toda creencia que supiera del amor como idioma universal.

Desde su elección en 2013, fue un faro espiritual y político, incómodo para los poderosos, necesario para los humildes.
Sin embargo, su tierra —esa Argentina que lo vio nacer, caminar por Flores, tomar el colectivo, compartir mate en el patio del seminario— nunca lo recibió como Papa.

Una paradoja dolorosa, que quizás sólo entiende quien ha amado tanto como para no volver. Francisco fue argentino de alma, pero universal en el mensaje.
Murió el Papa. Pero no se murió Francisco. Queda su palabra. Queda su ejemplo. Queda su ternura con los niños, su mano tendida a los descartados, su silencio ante los odios.

Hoy su voz se apaga, pero su eco vivirá largo tiempo en quienes aún creen en una Iglesia más humana. Hoy, el fin del mundo se quedó sin su voz.