Era el año 1970 y el hombre ya había caminado sobre la Luna. Sin embargo, aquel 13 de abril, el universo recordó su carácter impredecible: un estallido en las entrañas del Apolo XIII rasgó el silencio del espacio y convirtió una misión de conquista en una lucha desesperada por sobrevivir. A 300.000 kilómetros de casa, el destino de tres hombres pendía de un hilo invisible, hecho de cálculo, coraje y esperanza.
La explosión de un tanque de oxígeno obligó a los astronautas Jim Lovell, Jack Swigert y Fred Haise a abortar el alunizaje. En lugar de pisar suelo lunar, rodearon su circunferencia en el pequeño módulo lunar, diseñado para dos personas. Pasaron cuatro días a bordo de ese refugio improvisado, sin agua potable, con el frío colándose en cada rincón y el oxígeno racionado al límite. El 17 de abril, el Pacífico Sur los recibió con vida. El mundo entero respiró aliviado.
Aquella no fue una victoria técnica, sino humana. Apolo XIII no llegó a la Luna, pero regresó con algo acaso más valioso: la certeza de que, incluso cuando todo parece perdido, el ingenio y la voluntad pueden traer de vuelta a casa a quienes osaron tocar las estrellas.
