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Maradona, 1987: El sur de Italia coronó al rey del pueblo

Nápoles no dormía. Vibraba. Lloraba. Se llenaba de banderas celestes en los balcones oxidados por el salitre, y en las manos curtidas de los que, hasta entonces, solo soñaban con el milagro. Ese 10 de mayo de 1987, la historia dejó de escribirse en tinta fría y comenzó a latir con la voz ronca del pueblo: Diego Armando Maradona les había dado el Scudetto. El primero. El imposible. El suyo.
Aquel empate 1-1 contra Fiorentina no fue un resultado más. Fue la explosión contenida de generaciones postergadas, fue el grito de los que habían sido siempre “el sur olvidado”, ahora elevados por la zurda mágica de un argentino que ya no era solo futbolista: era símbolo, bandera, herida y cicatriz.
Maradona había llegado al Napoli en 1984 como un desterrado del Barça, pero desde el principio fue adoptado como un mesías por esa ciudad desordenada, hermosa y rebelde. En la temporada 86/87, con 15 goles suyos, el equipo partenopeo rompió el eje norte-centro del poder futbolero italiano, desafiando la hegemonía de Juventus, Milan, Inter. Y lo hizo con gambeta, coraje y un pueblo entero que volvió a creer en sí mismo.
No fue solo un título. Fue la dignidad de los nadies, fue la dignificación del sur, fue el gol al desprecio y la gambeta a la resignación. El San Paolo se convirtió en altar y Maradona en un dios imperfecto, humano, inigualable.

Esa tarde en Florencia, mientras el reloj caía como lluvia mansa, Diego levantó los brazos al cielo. Y en Nápoles, el cielo estalló en fuegos artificiales, cánticos, abrazos y altares improvisados.
Porque cuando Maradona ganó su primer Scudetto, no fue solo un título. Fue una revolución.